Creíamos que con los “brotes verdes”, la “desaceleración” y lo de “la
tierra sólo es del viento”, Zapatero había agotado durante décadas el
cupo de chorradas presidenciales, pero llega Mariano, ansioso por emular
a su predecesor en todos los campos (más parados, más deuda, más
desahucios, más mujeres-florero, más inútiles ministeriales) y se decide
a superarlo también en el difícil terreno de las gilipolleces. Zapatero
suspiraba por conseguir un look Gandhi con traje chaqueta;
tenía cientos de asesores que se curraban a fondo lo de lustrar su
leyenda de buena persona: un aspirante al Nobel de la Paz que se pensaba
que el premio lo daban en Bolivia, un ignorante cum laude que
extirpó toda la inteligencia del PSOE por pura envidia, para llenarlo de
mediocres a su imagen y semejanza. Un Robespierre de pasillo que
descabezaba amigos como quien pela gambas.
Mariano es más de pueblo y por eso cultiva sin empacho su pinta de
talla románica con empanada y barba, un santón gallego que suelta una
sandez a las nueve de la mañana para que la gente la vaya royendo hasta
mediodía e indague en sus profundidades hasta medianoche, como cuando
dijo aquello de que su periódico de cabecera era el Marca y nadie se
podía creer no sólo que decía la verdad sino que sólo se leía las fotos.
Ahora Mariano se ha puesto a pensar en los misterios del alma humana y
ha descubierto, atención, que todos tenemos una y que eso es muy bonito.
Los asesores de Zapatero, al menos, rebuscaban más los adjetivos.
Decía Anthony Burgess en una novela magistral que la tiranía
demuestra la existencia del alma. El tirano nos lo quita todo,
obligándonos a la ilusión de suponer que nos deja algo: llamamos “alma” a
ese algo. Mariano, tirano por suscripción popular, recurre a la vida
interior cuando la exterior ya casi no alcanza a fin de mes y entonces
tiene que husmear en la basura de los supermercados. Más de media España
le votó en la confianza de que su sola presencia atraería los
inversores y el país se levantaría y echaría a andar, como Lázaro. Pero
casi un año después España sigue oliendo a muerto, a paro y a desahucio,
y la inmensa mayoría de los estafados en las urnas va comprendiendo lo
que muchos sospechábamos, es decir, que si este hombre ni siquiera era
capaz de abrir una lata de mejillones con un milagro, difícilmente iba a
poner en pie la economía como un mesías barbudo que le ordena a Lázaro
que se levante y ande.
De romería, que es como él hace las cosas, Mariano ha caído en la
cuenta de que todos los españoles tenemos un alma, incluso los
políticos, y ese descubrimiento debería preocuparnos, porque seguro que
ahora le mete al alma el IRPF y el IVA, y nos multa por dejarla
estacionada en cualquier parte.
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