Por Elsa Lopez
Es la costumbre. El
poder, cuando se enferma, busca culpables para su enfermedad y habla de
epidemias causadas por los otros. Jamás se verá a sí mismo como responsable. Por
eso, en esta ocasión, ha encontrado la víctima propiciatoria a la que poder
achacar los males que padece nuestro país: los funcionarios de la administración
pública. Ellos son los culpables. Ellos deben ser ofrecidos en sacrificio a los
dioses para calmar su ira. A ellos hay que castigar con más horas de trabajo y
menos sueldo. Las pérdidas económicas no son causadas por los ladrones y
sinvergüenzas del gobierno de turno, sino por el mal rendimiento de los
funcionarios y es a ellos a quien hay que darles un castigo público ejemplar.
¿Por qué, precisamente, a los funcionarios? Preguntan los dioses. Y yo les
respondo: porque ellos son los que vigilan y controlan el poder y el poder
siempre teme a quienes paga por derecho, no por placer. Jueces, médicos,
profesores, administrativos, empleados de la sanidad, de la educación o del
bienestar general, están al servicio de aquello para lo que fueron preparados y
para lo que en su día consiguieron a base de esfuerzo y méritos profesionales,
no por decisión política o marca gloriosa del peor de los nepotismos. Ellos
vigilan el buen funcionamiento de los distintos organismos del estado que los
emplea y deben ser independientes, venga quien venga, gobierne quien gobierne. Y
eso, creo, es lo que más irrita al poder: no tener la fidelidad asegurada
de quienes le rodean en su mandato. La fidelidad del funcionario es a la ley. A
nadie más deben obediencia. Están ahí por razones objetivas y no son empleados a
dedo ni por influencias ajenas a sus méritos, al menos así consta y así ha sido
hasta que el poder intenta comprarlos, extorsionarlos o convertirlos en validos
a la antigua usanza, o sea, a beneficio de los intereses privados del que
gobierna. Los reyes y príncipes, gobernantes y dirigentes de lo público creen
que son ellos los que están por encima de la ley y no gustan de interferencias
en sus asuntos por lo que suelen aborrecer al funcionario de turno apegado a las
leyes y al funcionamiento de las mismas. ¿Solución? Desprestigiarlo y señalarlo
como a un mal trabajador. Son víctimas seleccionadas y expuestas al linchamiento
público. La multitud, que ha sido entrenada para pensar que la culpa de sus
males la tiene el funcionario que lo atiende no el que ha dispuesto la ley o el
agravio, se alegra ante sacrificio tan cruento. Los que disponen las leyes
aplauden los linchamientos mientras se lavan las manos, asustados y esquivos,
como si fueran los nuevos Pilatos a las órdenes de Roma.
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