Antonio García Santesmases (*)
Ante la convocatoria de la próxima huelga general se ha suscitado un
debate acerca del lugar de los sindicatos en nuestra sociedad, un
debate, sin duda, importante pero que amenaza con velar el auténtico
problema de fondo: el modelo social que configura la reforma laboral que
propone el gobierno. Por ello propongo al lector deslindar, desde el
principio, los dos temas. Una cosa es la función de los sindicatos y
otra la importancia del Derecho del trabajo a la hora de conformar una
sociedad democrática.
Comencemos con el primer asunto. Los sindicatos convocan una huelga
general que ni es la primera ni será la última. Una huelga general que
tiene, sin embargo, unas características especiales. La huelga general
del 14 de diciembre de 1988 se realizó en plena hegemonía del socialismo
y marcó la ruptura dentro de la entonces llamada familia socialista,
una ruptura que marcaría para siempre las relaciones personales entre Felipe González y Nicolás Redondo.
Estábamos en una época en la que el Partido Popular estaba bajo mínimos
y en la cual, muchos medios conservadores, atribuían al sindicalismo
el papel de auténtica oposición ya que era capaz de recoger las
demandas de la calle, olvidadas por la soberbia económica y política de
una elite político-económica dispuesta a ser débil con los fuertes y
fuerte con los débiles.
Aquélla fue la huelga más relevante de
los años de gobierno de Felipe González, una huelga que se saldó, tras
una negociación posterior, con un gran éxito para los sindicatos;
habían logrado parar el país, habían conmocionado a la opinión pública y
fueron capaces de recoger el sentido de aquellas movilizaciones en un
conjunto de conquistas para trabajadores, funcionarios y pensionistas.
Todo el que recuerda estos hechos se asombra cuando escucha que las
huelgas no tienen ninguna repercusión positiva, son inútiles, son
ineficaces y no conducen a nada. Por recordar otra huelga con éxito no
hay sino que pensar en lo ocurrido con el gobierno de Jose María Aznar y el destino que tuvieron los ministros Aparicio y Cabanillas tras el éxito de los sindicatos en la primavera del 2002.
Es igualmente cierto, sin embargo, que hay momentos en que las
huelgas no cambian los designios de los gobiernos. Pensemos en la
huelga contra la reforma laboral de enero del 94 o en la huelga del 29
de septiembre del 2010.
Se fueron aprobando reformas laborales que nos han llevado a la
situación actual. La situación se puede resumir en algo que los
sociólogos nos llevan advirtiendo durante años: no estamos asistiendo a
un aburguesamiento del proletariado, estamos ante una proletarización de sectores importantes de las clases medias. Este es el quid de la cuestión.
Estamos ante un asunto de tal gravedad que no es extraño que se
incrementen los miedos, las angustias, los agravios, y que se propicie
un caldo de cultivo donde se busca desesperadamente un responsable de
todo lo que ocurre. Hay que decir que la búsqueda ha sido fructífera, parece que se ha hallado un chivo expiatorio: los auténticos responsables de lo que ocurre son los sindicatos.
Es hora de ponerlos en su sitio, de demostrar a la opinión pública
quien manda, y de no ceder ante sus reivindicaciones. Es el momento de
ser firmes, de utilizar, si es menester, los aparatos policiales y de
controlar los medios de comunicación estatales. Nadie es invencible.
Sólo hay que tener determinación. Margaret Thatcher lo entendió así y supo encarar el combate con decisión reduciendo el poder de los sindicatos británicos. Mariano Rajoy
no debe ser menos. Si es preciso debe llamar a lo ciudadanos
corrientes a manifestarse para apoyar al gobierno y mostrar que la
calle es de los que ganaron las ultimas elecciones generales.
Todo este conjunto de iniciativas muestran que estamos ante una
huelga muy distinta a las anteriores. Aquellas huelgas marcaron puntos
de inflexión en el 88 y en el 2002; ahora estamos ante el inicio de un conflicto social que nadie sabe como se va a desarrollar.
Por el momento la derecha conservadora tiene un gran control de los
medios de comunicación y sólo está preocupada por limpiar Televisión
española de lo que denomina restos del zapaterismo. Con ese fuerte
control ideológico nos encontramos con una opinión pública de izquierda que se tiene que refugiar en los medios digitales
para poder contrarrestar la avalancha ideológica que trata de
culpabilizar a las organizaciones sindicales de todo lo que ocurre. Para
conseguir ese objetivo es imprescindible ganar la batalla ideológica y
transformar el sentido de las categorías que utilizamos para entender
la realidad social.
Por utilizar una sola de esas categorías, que hay que recomponer para
transformar su significado, recomiendo al lector que observe como se
utiliza la categoría de privilegio. Durante decenios el privilegio se
entendía como el poder que emana de una herencia aristocrática y que
permite a los detentadores de ese poder perpetuar su riqueza sin
esfuerzo laboral alguno. Distinto es el privilegio de la clase burguesa
que permite acumular un capital industrial o financiero; este
privilegio se asienta en una desigualdad que hay que ganar día a día a
través de la lucha de clases.
Ese mundo de la aristocracia del antiguo régimen y de la burguesía
capitalista fue combatido por el movimiento obrero desde mitad del
siglo XIX. A través de una lucha denodada por conquistar el sufragio
universal en lo político y por asentar organizaciones sindicales en lo
social, se fue consiguiendo que los sectores privilegiados se vieran
forzados a pactar las condiciones laborales, el régimen salarial y la
duración de la jornada laboral. Esa fue la gran aportación del Derecho
del Trabajo. Se fue así fraguando un modelo de Estado en el que los
derechos económico-sociales se extendieron al conjunto de la población y
las oportunidades de vida se abrieron para todos. Para alcanzar ese
modelo social hubo que soportar dos guerras mundiales, vivir la
experiencia del Fascismo y del Nazismo, hasta llegar a construir un
modelo de democracia que fuera atractivo para los trabajadores ante la
experiencia alternativa de los países del Este. El sistema se legitimaba
afirmando que no era necesaria la revolución para poder alcanzar la
dignidad en el mundo del trabajo y la igualdad de oportunidades para el
conjunto de la sociedad.
Desde hace años todo este universo comenzó a cambiar y los
sectores conservadores se dieron cuenta de que el privilegio hoy sólo es
posible para unos pocos, cada vez para menos y que los derechos no se
pueden mantener. Había que cambiar la lógica del debate
social. Había que oponer a los pobres con los nuevos pobres, a los
excluidos con los trabajadores en activo, a los parados con los
sindicalistas, a los padres con empleo con los hijos abocados al
precariado. Una pieza esencial en este combate era mostrar que los
derechos que tienen los que están dentro del sistema son “privilegios”
que no se pueden mantener. No son derechos que ha costado mucho
conseguir y que hay que preservar. No se trata pues de incluir al que
está fuera sino de lanzar al abismo al que está dentro.
Durante mucho tiempo se hablaba de la capacidad del capitalismo para
integrar al proletariado a través del consumo de masas. Los proletarios
de la sociedad industrial avanzada sí tenían algo que perder. No estaban
abocados a la pauperización. Eran ciudadanos y consumidores; y por ello
se iban aburguesando paulatinamente ya que ellos mismos se vivían como
clase media.
Hoy todo ha cambiado. Ya nada es seguro. Nadie sabe si el esfuerzo
educativo conduce al empleo, si las pensiones están garantizadas, si se
podrá mantener el sistema sanitario, si nuestros hijos vivirán como
nosotros. Ante tal incertidumbre, ante tal angustia los sectores
conservadores han logrado difundir la idea de que los auténticos
responsables de lo que ocurre son los cancerberos del mercado laboral,
los responsables son unos sindicalistas que sólo tratan de defender
sus privilegios y a los que los trabajadores reales poco o nada
importan.
Hay que decir que la difusión de esta idea puede acabar por imponerse
y esta es una de las cosas que se juega en la próxima huelga general; mientras no se logre mostrar a la opinión pública quienes son los auténticos privilegiados la batalla está perdida.
Recomiendo al lector para empezar este trabajo que rescate una imagen
reciente: en unas jornadas económicas el propietario de un gran medio
de comunicación recibe obsequioso al presidente del Gobierno, acompañado
por el presidente de una gran caja de ahorros. La imagen es
inigualable. Juntos Bankia (Rato) y el grupo Prisa (Cebrián) acompañados por el cerebro económico de la CEOE (Iranzo) arropando a Rajoy. Eran la viva imagen del privilegio económico influyendo en las decisiones del poder político.
Rodrigo
Rato, Mariano Rajoy, Juan Luis Cebrián
y Juan Emilio Iranzo (de
izquierda a derecha),
el pasado 6 de marzo, antes de participar en el
Encuentro Financiero Internacional. / bankia.com
Han pasado días desde aquella foto y observo, con asombro, que nadie
habla de los auténticos privilegiados, que la catarata mediática sigue
centrada en intentar convencernos de que los auténticos privilegiados
son los sindicalistas, esos sindicalistas que quieren mantener unos
privilegios que de una vez por todas hay que erradicar. La operación es
clara: blindemos a la minoría auténticamente privilegiada y echemos a
pelear a todos los demás.
(*) Antonio García Santesmases es catedrático de Filosofía Política de la UNED.