Por Rosa
María Artal
La primera fue la
Cataluña de CiU. Le siguieron después las comunidades pata
negra del PP, Madrid y Valencia. Se proponen cobrar tres euros a los niños que
se lleven la comida en una fiambrera por no poder pagar el comedor escolar. Han
de costear –al parecer a precio de oro– los microondas para calentarla.
Se sumó después José Ignacio Wert quién
–en el Gobierno de Rajoy, no lo olvidemos– sube el IVA al material escolar
al 21%. Sube 17 puntos -el mayor incremento de la historia-, el tipo que grava
portalápices, agendas, cartulinas y blocs de manualidades, compases, papel
coloreado, plastilina, pasta de modelado, lápices de cera, pinturas, témperas,
cuadernos de espiral, rollos de plástico para forrar libros o las mochilas
infantiles y juveniles escolares. No así, los libros de texto o los cuadernos
de dibujo.
Se
notará por el equipamiento y por sacar la fiambrera en el comedor quién es
“pobre” y quién no. Mariano Rajoy ya tiene poder para consagrar la desigualdad
social que tan preciada le es y que –según él– viene
desde la cuna. Y el ministro y toda la cuadrilla que le secunda –votantes
incluidos–, también. La gente ha de saber desde pequeña que existen las clases
sociales y, dentro de ellas, las privilegiadas (en dinero y prebendas) y la
carne de cañón.
Lo que
no calculan es la reacción que en un niño puede tener la humillación. Porque es
humillación con todas las letras. Conozco yo una niña a la que le pasó. Yo.
Érase una vez una familia –con muy pocos
posibles entonces– que quería lo mejor para su hija. Por eso, y gracias a la
recomendación de una vecina muy beata, la apuntaron al Colegio del Sagrado
Corazón de Zaragoza, conocido como “el de las francesas”, las monjas más
modernas de la ciudad y también las más caras. Como gratuita. A la semana de
nacer. Para acudir a los cinco años.
Me gustó a mí aquello del colegio. Aprender.
Por eso me dispuse a ir sabiendo ya leer gracias a las clases de mis hermanos,
lo mismo que –ya en el colegio– deduje como se llegaba a la multiplicación. Era
una niña muy lista.
Una niña que en su primer día de escuela
sufrió una de las más grandes decepciones de su vida. De la mano de mi madre
llegamos hasta una maravillosa puerta de madera maciza por donde entraban otras
niñas con un precioso uniforme de buen paño, azul marino, y camisa blanca. Yo
llevaba una bata blanca de batista. Mi madre tiró de mí: “No, no es ésa nuestra
puerta”. Era otra. Más allá. Metálica. Diminuta.
Durante varios años solo vi “a las ricas”
cuando jugaban en el maravilloso jardín con quiosco de música. A veces se oían
sus gritos de alegría a través del muro que separaba nuestro pequeño patio de
recreo de cemento.
Algún día contaré la serie de humillaciones
que sufrí aquellos años. Múltiples. Con saña. Para recordar cada día quién era
quién. Propiciando la docilidad. Solo una: nosotras teníamos que llevar el pelo
recogido (ellas no)… por si anidábamos piojos. A mí me llevó a cuestionarme
muchas cosas y desató una rebeldía de resistencia pasiva y pacífica que
desencadenó mi expulsión prematura. No tanto, en realidad, a los 13 años.
Es un duro precio, sin embargo, se arrastra.
Durante muchos años oculté cuando me preguntaban a qué colegio había ido, ahora
me enorgullezco de ello, de cómo lo afronté, de lo que aprendí en la
adversidad. No para desarrollar lo que Rajoy llama “la envidia igualitaria”,
sino el afán de superación y el sentido de la justicia. Si lo cuento es porque
creo que puede ser útil a aquellas familias que se vean en la tesitura de
la fiambrera y los lápices del chino.
Ninguna de mis compañeras destacó en nada. Las
reacciones a la humillación son diversas. Pero estos días que volvemos a los
períodos más negros de nuestra historia, de toda la Historia de la humanidad,
me pregunto si no será que Robespierre acudía a la escuela con fiambrera.
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