Por Pedro Negrin Fernández
Lo más injusto de este tiempo quizá sea esto: el dominio de los
mercados hace que una nación tiemble por las dificultades de un banco,
pero no se inmuta por millones de personas que tienen que comer de la
caridad. Lo hemos comprobado en esta “semana del miedo”. Hemos visto al
poder político en la máxima expresión del desaliento, confesando que
hizo todo lo que estaba en su mano y que ya necesita el apoyo externo.
Hemos visto al poder económico desorientado en sus propiedades y
convertido en el gran problema de la confianza nacional. Y hemos visto
al pueblo llano, ahora llamado “pequeño inversor” asustado ante el
futuro de sus ahorros, porque un lejano y poco responsable gurú le habló
de un vago riesgo de corralito.
En cualquier calle de Madrid |
Al lado de esto, el informe de Cruz Roja, tan crudo como el anterior
de Cáritas, que retrata una durísima realidad social, apenas tuvo eco.
Muy poca resonancia mediática. Ninguna resonancia política. A los pobres
se les hace el silencio, no sea que nos vayan a contagiar. Es
comprensible: al fin y al cabo, Europa nos ha convencido de que tenemos
dos problemas de los que depende nuestro futuro. Son las cuentas de las
autonomías y el estado del sistema financiero. De vez en cuando alguna
voz tímida se atreve a asomar: “y el paro”. ¡Ah, es verdad, el paro!,
respondemos, como si fuera un asunto secundario que puede esperar.
De esta forma, la aprobación de los planes autonómicos de ajuste se
contempla como gran noticia del siglo, el ministro Montoro adquiere
legitimidad de hombre feliz en su triunfo, y todos soñamos con que sea
la piedra filosofal que reinstaure la confianza perdida. Incluso los más
estatistas disfrutan con la imagen de unos gobernantes autonómicos
rendidos ante la amenaza de intervención del Estado y sometidos a
vigilancia mensual. Los recortes en salud y educación, incluso la subida
de impuestos, se presentan como benefactoras acciones que le permiten
decir al Gobierno que hace los deberes. Ya sólo falta que el señor Rajoy
reciba las bendiciones de Angela Merkel. Logrado eso, nos aproximamos
al paraíso, con la venia de los auditores del sistema bancario.
Hizo falta que una señora se acercase a Montoro a decirle: “como me
quiten el dinero, mato”. ¡Leñe, hay pueblo! El pueblo es el gran
ausente. No recibe explicaciones de la situación de Bankia hasta que se
teme la retirada masiva de depósitos. Hay una demanda casi enfermiza de
un discurso -un relato, se suele decir- que aclare el panorama, y se
resuelve con golpetazos urgentes y partidistas en sesiones de control. Y
es terrible que ya nadie se ocupe de lo que denuncian Cáritas y Cruz
Roja: cómo crece el número de personas que demandan asistencia, cómo
aumentan los ciudadanos situados en nivel de pobreza, cómo por primera
vez hay que pedir donaciones para socorrer a españoles… ¿Qué ocurre?
¿Nos hemos acostumbrado a esa situación? ¿Es un mal menor, al lado de
las exigencias de los mercados? Si es así, hemos entrado en la peor fase
de la crisis: la deshumanización de la política.
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