Por Julian Souquillo
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Temo que la fractura social se produzca como la depresión. Scott Fitzgerald, que no abrigaba esperanza alguna sobre la existencia, no dudó en calificar la vida como un proceso de destrucción permanente. Se encuentra entre quienes conocen mejor el fracaso. Así que su célebre The Crack-Up (1945) puede leerse como un diagnóstico del abatimiento no sólo del individuo sino también de ese cuerpo con órganos (políticos) que llamamos sociedad. Parece certero su diagnóstico de cómo se produce la “quiebra psíquica”. Se va urdiendo, entre los nervios, durante periodos de calma, buenas intenciones, reuniones sociales y familiares, e irrumpe, cuando menos lo esperamos, sin que tenga ya remedio. Cuando se ha apoderado de nosotros, sin percatarnos, ya no nos sirve ni la calma de Spinoza ni los saludos afectuosos del portero. Algo así parece ir preparándose en la sociedad.
Hace falta no vivir para evitar “pecar” y el desasosiego y el miedo social pesa mucho más que el desahogo. No estamos preparados para tanto estoicismo (otro día comento cuanto ignora quién lo identifica con la resignación en vez de con la fortaleza colérica). Tanto paro, tal número de nuevas tasas y tantas disminuciones salariales no se aguantan. Ni el ingenio de múltiples esculturas humanas, músicos, artistas rápidos de vagón de tren de corto recorrido y artesanos remonta tanta miseria en la calle. Porque si hay creación popular a raudales, todos sabemos de dónde viene: “el hambre agudiza el ingenio” decía Fernando Fernán-Gómez. Ni la alegría callejera deja de ser pura nostalgia y meras ganas de sobrevivir.
Pero la miseria no impregna a todos. Pasen por un restaurante de comienzo de la calle Hermosilla en Madrid a las catorce horas de la tarde. Pero lleven bastante dinero o vayan acompañados de un amigo generoso. Se encontrarán a famosos, empresarios, empleados a destajo, bellos y bellas habituales. Todo un frenesí económico. “A vivir que son dos días”. Parece el mundo de arriba que necesita del mundo de abajo. Si el buen gusto y el confort fueran generales afearían e incomodarían. Hay una brecha social férrea. Los de abajo hemos interiorizado tanto que somos menesterosos que nos comportaríamos ante la riqueza como los comuneros de 1871 en París: cuando bajaron a la caja fuerte de la Banque de France, les cegó el relucir de tanto dorado y no cogieron nada porque sabían que aquellos lingotes no les pertenecían por siglos amén. Así que va funcionando una fractura social desde los orígenes de la sociedad contemporánea entre acaudalados y desposeídos. Alguno o alguna da un salto de grupo porque el oro es así: no nos enamoramos de quien tiene dinero es que el dinero enamora. Pero la movilidad dineraria es pequeña.
Parecemos socialmente escindidos como en los dos mundos de la película Metrópolis (1927) de Fritz Lang. Si le creemos, para el 2026, los obreros vivirán en un gueto subterráneo y la “beautiful people” en amorosos vergeles con acondicionados diseños. Según vislumbra, la sociedad se ha escindido en dos grupos enfrentados pero uno mira desde los rascacielos y otro vive bajo la ciudad. La élite de propietarios y pensadores de arriba se asientan en el esfuerzo de los obreros de abajo. Preferiría que se equivocara y haber recomendado una impertinente película. Pero no las tengo todas conmigo.
¿Puede evitarse esta escisión social? Cabe que los representantes y los grandes operadores económicos hagan muchos más esfuerzos de austeridad. Han hecho muy pocos sacrificios. El problema no es reciente. Uno de los grandes diseñadores de nuestras sociedades desarrolladas, Emmanuel Sieyès, justificó la sociedad contemporánea en la eliminación de los “privilegios” y la preeminencia de los más competitivos. ¿Pero quién se hace cargo hoy de la competitividad de los grandes directores de la economía? Si quiere acertar, invierta al contrario de lo que le indican los “Institutos de Predicción Económica”. Ni el mejor gurú económico tiene un pago justo y no excedido. El espíritu del capitalismo surgió con un ideal de esfuerzo puritano. El empresario –de Max Weber- era un Santo que racionalizaba oferta y demanda introduciendo productos de posible y real utilidad social (no “hipotecas basura”). Pero ya vislumbró un capitalismo más allá del bien y del mal, del todo vale. Y ahora tenemos un gran enredo armado.
La modernidad partió la sociedad en dos. De una parte, la sociedad política dedicada a la llevanza política de todos. De otra, la sociedad industriosa empleada en la fabricación de alfileres en serie. Así se edifica una élite pero no se allanan los problemas en una resolución colectiva con representantes. Esta división política, que aparta a la mayoría de la discusión y comprensión de los problemas, desmantela la sociedad. Desde entonces, se ha implantado en el imaginario colectivo como el Muro entre representantes y electores. La reacción del hombre de la calle no sale del asombro: ahora resulta que el sistema financiero español requiere cien mil millones de euros. Insólito. No sabíamos nada. Urge explicar las causas, los errores, las decisiones y, sobre todo, rendir cuentas. Los ciudadanos no podemos soportar los efectos de tantos dislates. Si el Estado abandona cualquier misión de protección social y no disminuye las distancias entre las rentas sociales, la pendiente social arrastrará a todos. Ni el miedo ni el abatimiento propiciarán los cimientos de una sociedad con iniciativa. Estamos sumidos ya en la depresión del “Crack-Up”. No contribuyamos a ahondar más la grieta social.
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